La calma
La larga galería acristalada
daba al sur
asomaba al Ebro, a la iglesia
al puente viejo
y a un nido de cigüeñas vacío
el sol, tras los cristales en invierno
era un territorio de placer
un abrazo cálido y luminoso
que adormecía dulcemente
a veces, el mugido de las vacas
que, cada tarde, bajaban a beber
me rescataba de mi limbo
y las miraba entrar al río
con la placidez inmutable de la diaria rutina
tomándose su tiempo
como si el tiempo fuera un manantial eterno
que administraban ellas, con sus lentos movimientos
yo era un crio, y no sabía que esto, se llamaba calma
pero para mí, era aburrimiento
no imaginaba entonces
que aquellos lejanos días de calma
iban a ser un bonito recuerdo.